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El viaje desde nuestra ciudad a la metrópoli duró aproximadamente cinco horas. Era algo más de mediodía cuando la diligencia de cuatro caballos de la que yo era pasajero entró en la maraña de tráfico que había entre Cross Keys, Wood Street y Cheapside, en Londres.

Los britanos estábamos convencidos en aquel tiempo de que era casi una traición el dudar de que teníamos y éramos lo mejor del mundo. De otro modo, en el momento en que me dejó anonadado la inmensidad de Londres, me parece que habría tenido algunas ligeras dudas acerca de si era feo o no lo era, de calles retorcidas, estrechas y sucias.

El señor Jaggers me había mandado debidamente sus señas; vivía en Little Britain, y él había escrito luego a mano, en su tarjeta: Precisamente al salir de Smithfield y cerca de la oficina de la diligencia.Sin embargo, un cochero de alquiler, que parecía tener en su levitón tantas esclavinas como años, me metió en su coche haciendo luego tantos preparativos como si se tratase de hacer un viaje de cincuenta millas. Fue también obra de mucho tiempo su ascenso al pescante, cubierto de un paño verdoso y manchado por las inclemencias del tiempo y comido ya de polillas. Era un estupendo carruaje, adornado exteriormente por seis coronas, y detrás había numerosas agarraderas estropeadas para que se apoyasen no sé cuántos lacayos.

Debajo habían puesto unas cuantas púas para contener a los lacayos por afición que se sintieran tentados de montar.

Apenas había tenido tiempo de disfrutar del coche y de decirme que se parecía mucho a un almacén de paja, aun siendo tan semejante a una trapería, o de preguntarme por qué los morrales de los caballos se guardaban dentro del coche, cuando observé que el cochero se disponía a bajar del pescante como si fuéramos a detenernos. Y, en efecto, nos paramos en una calle sombría, ante una oficina que tenía la puerta abierta y en la que estaba pintado el nombre del señor Jaggers.

- ¿Cuánto? - pregunté al cochero.

- Un chelín - contestó él -, a no ser que quiera usted dar más.

Naturalmente, le contesté que no deseaba hacer tal cosa.

- Pues entonces sea un chelín - observó el cochero -. No quiero meterme en disgustos, porque le conozco - añadió guiñando un ojo para señalar el nombre del señor Jaggers y meneando la cabeza.

Cuando hubo recibido su chelín y en el curso del tiempo alcanzó lo alto del pescante y se marchó, cosa que le pareció muy agradable, yo entré en la oficina llevando en la mano mi maletín y pregunté si estaba en casa el señor Jaggers.

- No está - contestó el empleado -. En este momento se encuentra en el Tribunal. ¿Hablo con el señor Pip?

Le signifiqué que, en efecto, hablaba con el señor Pip.

- E1 señor Jaggers dejó instrucciones de que le esperase usted en su despacho. No me aseguró cuánto tiempo estaría ausente, pues tiene un asunto en el Tribunal. Pero es razonable pensar que, como su tiempo es muy valioso, no estará fuera un momento más de lo necesario.

Dichas estas palabras, el empleado abrió una puerta y me hizo pasar a una habitación interior de la parte trasera. Allí encontramos a un caballero tuerto, que llevaba un traje de terciopelo y calzones hasta la rodilla y que se secó la nariz con la manga al verse interrumpido en la lectura de un periódico.

- Salga y espere fuera, Mike - dijo el empleado.

Yo empecé a decir que no quería interrumpir ni molestar a nadie, cuando el empleado dio un empujón a aquel caballero, con tan poca ceremonia como jamás vi usar, y, tirándole a la espalda el gorro de piel, me dejó solo.

El despacho del señor Jaggers estaba poco alumbrado por una claraboya que le daba luz cenital; era un lugar muy triste. Aquella claraboya tenía muchos parches, como si fuese una cabeza rota, y las casas contiguas parecían haberse retorcido, como si quisieran mirarme a través de ella. No había por allí tantos papeles como yo me habría imaginado; por otra parte, vi algunos objetos heterogéneos, tales como una vieja pistola muy oxidada, una espada con su vaina, varias cajas y paquetes de raro aspecto y dos espantosas mascarillas en un estante, de caras algo hinchadas y narices retorcidas. El sillón del señor Jaggers tenía un gran respaldo cubierto de piel de caballo, con clavos de adorno que le daban la apariencia de un ataúd, y tuve la ilusión de que lo veía recostarse allí mientras se mordía su dedo índice ante los clientes. La habitación era muy pequeña y, al parecer, los clientes habían contraído la costumbre de apoyarse en la pared, pues la parte opuesta al sillón del señor Jaggers estaba grasienta de tantos hombros como en ella se habían recostado. Entonces recordé que el caballero del único ojo se había apoyado también en la pared cuando fui la causa involuntaria de que lo sacaran de allí.

Me senté en la silla destinada a los clientes y situada enfrente del sillón del señor Jaggers, y me quedé fascinado por la triste atmósfera del lugar. Me pareció entonces que el pasante tenía, como el señor Jaggers, el aspecto de estar enterado de algo desagradable acerca de cuantas personas veía. Traté de adivinar cuántos empleados habría, además, en el piso superior, y si éstos pretenderían poseer el mismo don en perjuicio de sus semejantes. Habría sido muy curioso conocer la historia de todos los objetos en desorden que había en la estancia y cómo llegaron a ella; también me pregunté si los dos rostros hinchados serían de individuos de la familia del señor Jaggers y si era tan desgraciado como para tener a un par de parientes de tan mal aspecto; por qué los había colgado allí para morada de las moscas y de los escarabajos, en vez de llevárselos a su casa e instalarlos allí. Naturalmente, yo no tenía experiencia alguna acerca de un día de verano en Londres, y tal vez mi ánimo estaba deprimido por el aire cálido y enrarecido y por el polvo y la arena que lo cubrían todo. Pero permanecí pensativo y preguntándome muchas cosas en el despacho del señor Jaggers, hasta que ya me fue imposible soportar por más tiempo las dos mascarillas colgadas encima del sillón y, levantándome, salí.

Cuando dije al empleado que iba a salir a dar una vuelta al aire libre para esperar, me aconsejó que me dirigiese hacia la esquina, y así llegaría a Smithfield. Así, pues, fui a Smithfield, y aquel lugar, sucio, lleno de inmundicia, de grasa, de sangre y de espuma, me desagradó sobremanera. Por eso me alejé cuanto antes y me metí en una callejuela, desde la que vi la cúpula de San Pablo sobresaliendo de un edificio de piedra que alguien que estaba a mi lado dijo que era la cárcel de Newgate. Siguiendo el muro de la prisión observé que el arroyo estaba cubierto de paja, para apagar el ruido de los vehículos, y a juzgar por este detalle y por el gran número de gente que había por allí oliendo a licores y a cerveza deduje que se estaba celebrando un juicio.

Al mirar alrededor de mí, un ministro de la justicia, muy sucio y bastante bebido, me preguntó si me gustaría entrar y presenciar un juicio; me informó, al mismo tiempo, que podría darme un asiento en primera fila a cambio de media corona y que desde allí vería perfectamente al presidente del tribunal, con su peluca y su toga. Mencionó a tan temible personaje como si fuese una figura de cera curiosa y me ofreció luego el precio reducido de dieciocho peniques. Como yo rehusara la oferta, con la excusa de que tenía una cita, fue lo bastante amable para hacerme entrar en un patio a fin de que pudiera ver dónde se guardaba la horca y también el lugar en que se azotaba públicamente a los condenados. Luego me enseñó la puerta de los deudores, por la que salían los condenados para ser ahorcados, y realzó el interés que ofrecía tan temible puerta, dándome a entender que «cuatro de ellos saldrían por aquella puerta pasado mañana, para ser ajusticiados en fila». Eso era horrible y me dio muy mala idea de Londres: mucho más al observar que el propietario de aquella figura de cera que representaba al presidente del tribunal llevaba, desde su sombrero hasta sus botas, incluso su pañuelo, un traje roído de polillas, que no le había pertenecido siempre, sino que me figuré que lo habría comprado barato al ejecutor de la justicia. En tales circunstancias me pareció barato librarme de él gracias a un chelín que le di.

Volví al despacho para preguntar si había vuelto el señor Jaggers, y me dijeron que no, razón por la cual volví a salir. Aquella vez me fui a dar una vuelta por Little Britain, y me metí en Bartolomew Close; entonces observé que había otras personas esperando al señor Jaggers, como yo mismo. En Bartolomew Close había dos hombres de aspecto reservado y que, muy pensativos, metían los pies en los huecos del pavimento mientras hablaban. Uno de ellos dijo al otro, cuando yo pasaba por su lado, que «Jaggers lo haría si fuera preciso hacerlo». En un rincón había un grupo de tres hombres y dos mujeres, una de las cuales lloraba sobre su sucio chal y la otra la consolaba diciéndole, mientras le ponía su propio chal sobre los hombros: «Jaggers está a favor de él; le ayuda, Melia. ¿Qué más quieres?» Había un judío pequeñito, de ojos rojizos, que entró en Bartolomew Close mientras yo esperaba, en compañía de otro judío, también de corta estatura, a quien mandó a hacer un recado; cuando se marchó el mensajero, observé al judío, hombre de temperamento muy excitable, que casi bailaba de ansiedad bajo el poste de un farol y decía al mismo tiempo, como si estuviera loco: «¡Oh Jaggers! ¡Solamente éste es el bueno! ¡Todos los demás no valen nada!» Estas pruebas de la popularidad de mi tutor me causaron enorme impresión y me quedé más admirado que nunca.

Por fin, mientras miraba a través de la verja de hierro, desde Bartolomew Close hacia Little Britain, vi que el señor Jaggers atravesaba la calle en dirección a mí. Todos los que esperaban le vieron al mismo tiempo y todos se precipitaron hacia él. El señor Jaggers, poniéndome una mano en el hombro y haciéndome marchar a su lado, sin decirme una palabra, se dirigió a los que le seguían. Primero habló a los dos hombres de aspecto reservado.

- Nada tengo que decirles - exclamó el señor Jaggers, señalándolos con su índice -. No tengo necesidad de saber más de lo que sé. En cuanto al resultado, es incierto. ¿Han pagado ustedes a Wemmick?

- Le mandamos el dinero esta misma mañana, señor -dijo humildemente uno de ellos, mientras el otro observaba con atención el rostro del señor Jaggers.

- No pregunto cuándo lo han mandado ustedes ni dónde, así como tampoco si lo han mandado. ¿Lo ha recibido Wemmick?

- Sí, señor - contestaron los dos a la vez.

- Perfectamente; pueden marcharse. No quiero saber nada más - añadió el señor Jaggers moviendo la mano para indicarles que se situaran tras él -. Si me dicen una sola palabra más, abandono el asunto.

- Pensábamos, señor Jaggers... - empezó a decir uno de ellos, descubriéndose.

- Esto es precisamente lo que les recomendé no hacer -dijo el señor Jaggers-. ¡Han pensado ustedes! Ya pienso yo por ustedes, y esto ha de bastarles. Si los necesito, ya sé dónde puedo hallarlos; no quiero que vengan a mi encuentro. No, no quiero escuchar una palabra más.

De pronto, deteniéndose ante las dos mujeres de los chales, de quienes se habían separado humildemente los tres hombres, preguntó el señor Jaggers:

- ¿Es usted Amelia?

- Sí, señor Jaggers.

- ¿Ya no se acuerda usted de que, a no ser por mí, no podría estar aquí?

- ¡Oh, sí, señor! - exclamaron ambas a la vez-. ¡Dios le bendiga! Lo sabemos muy bien.

- Entonces - preguntó el señor Jaggers -, ¿para qué han venido?

- ¡Mi Bill, señor! -dijo, suplicante, la mujer que había estado llorando.

- Sepan de una vez - exclamó el señor Jaggers - que su Bill está en buenas manos. Y si vienen a molestarme a causa de su Bill, voy a dar un escarmiento abandonándole. ¿Han pagado ustedes a Wemmick?

- ¡Oh, sí, señor! Hasta el último penique.

- Perfectamente. Entonces han hecho cuanto tenían que hacer. Digan nada más otra palabra, una sola, y Wemmick les devolverá el dinero.

Tan terrible amenaza dejó anonadadas a las dos mujeres. Ya no quedaba nadie más que el excitable judío, quien varias veces se llevó a los labios los faldones de la levita del señor Jaggers.

- No conozco a este hombre - dijo el señor Jaggers con el mayor desdén -. ¿Qué quiere este sujeto?

- ¡Mi querido señor Jaggers! Soy el hermano de Abraham Lázaro.

-¿Quién es?-preguntó el señor Jaggers-. ¡Suélteme usted la levita!

El solicitante, besando el borde de la levita antes de dejarla, replicó:

-Abraham Lázaro, sospechoso en el asunto de la plata.

- Ha venido usted demasiado tarde - dijo el señor Jaggers -. He dejado ya este asunto.

- ¡Dios de Abraham! ¡Señor Jaggers! - exclamó el excitable hombrecillo, palideciendo de un modo extraordinario -. No me diga usted que va contra el pobre Abraham Lázaro.

- Sí - contestó el señor Joggers -. Y ya no hay nada más que hablar. ¡Salga inmediatamente!

- ¡Señor Jaggers! ¡Medio momento! Mi propio primo ha ido a ver al señor Wemmick en este instante para ofrecerle lo que quiera. ¡Señor Jaggers! ¡Atiéndame la cuarta parte de la mitad de un momento! ¡Si ha tenido usted la condescendencia de dejarse comprar por la otra parte... a un precio superior..., el dinero no importa. ¡Señor Jaggers..., señor...!

Mi tutor echó a un lado al suplicante con la mayor indiferencia y le dejó bailando en el pavimento como si éste estuviera al rojo. Sin ser objeto de ninguna otra interrupción llegamos al despacho de la parte delantera, en donde hallamos al empleado y al hombre vestido de terciopelo y con el gorro de piel.

- Aquí está Mike - dijo el empleado abandonando su taburete y acercándose confidencialmente al señor Jaggers.

- ¡Oh! - dijo éste volviéndose al hombre, que se llevaba un mechón de cabello al centro de la cabeza -. Su hombre llegará esta tarde. ¿Qué más?

- Pues bien, señor Jaggers - replicó Mike con voz propia de un catarroso crónico -, después de mucho trabajo he encontrado a uno que me parece que servirá.

- ¿Qué está dispuesto a jurar?

- Pues bien, señor Jaggers - dijo Mike limpiándose la nariz con la gorra -, en general, cualquier cosa.

De pronto, el señor Jaggers se encolerizó.

- Ya le había avisado - dijo señalando con el índice a su aterrado cliente-que si se proponía hablar aquí de este modo, haría en usted un escarmiento ejemplar. ¡Maldito sinvergüenza! ¿Cómo se atreve a hablarme así?

El cliente pareció asustado, pero también extrañado, como si no comprendiese qué había hecho.

- ¡Animal! - dijo el dependiente en voz baja, dándole un codazo -. ¡Estúpido! ¿No te podías callar eso?

- Ahora le pregunto, estúpido - dijo severamente mi tutor -, y esto por última vez: ¿qué está dispuesto a jurar el hombre a quien ha traído aquí?

Mike miró a mi tutor como si por la contemplación de su rostro pudiese averiguar lo que había de contestar, y lentamente replicó:

- Lo que sea necesario o el haber estado en su compañía sin dejarle un instante la noche en cuestión.

- Ahora tenga cuidado. ¿Qué posición es la de este hombre?

Mike se miró el gorro; luego dirigió los ojos al suelo, al techo, al empleado y también a mí, antes de contestar nerviosamente:

- Pues le hemos vestido como...

Pero en aquel momento mi tutor estalló:

- ¡Cómo!

- ¡Animal! - repitió el empleado, dándole otro codazo.

Después de mirar unos instantes alrededor de él, en busca de inspiración, se animó el rostro de Mike, que empezó a decir:

- Está vestido como un respetable pastelero.

- ¿Está aquí? - preguntó mi tutor.

- Le dejé - contestó Mike - sentado en los escalones de una escalera al volver la esquina.

- Hágale pasar por delante de esta ventana para que yo le vea.

La ventana indicada era la de la oficina. Los tres nos acercamos a ella, mirando a través del enrejado de alambre, y pronto vimos al cliente paseando en compañía de un tipo alto, con cara de asesino, vestido de blanco y con un gorro de papel. El inocente confitero no estaba sereno, y uno de sus ojos, no ya amoratado, sino verdoso, en vías de curación, había sido pintado para disimular la contusión.

- Dígale que se lleve cuanto antes a ese testigo - dijo, muy disgustado, mi tutor al empleado que tenía a su lado-, y pregúntele por qué se ha atrevido a traer a semejante tipo.

Entonces mi tutor me llevó a su propio despacho, y mientras tomaba el lunch en pie, comiéndose unos sandwichs que había en una caja y bebiendo algunos tragos de jerez de un frasco de bolsillo (y parecía estar muy irritado con el sandwich mientras se lo comía), me informó de las disposiciones que había tomado con respecto a mí. Debía dirigirme a la Posada de Barnard, a las habitaciones del señor Pocket, hijo, en donde permanecería hasta el lunes; en dicho día tendría que ir con aquel joven a casa de su padre, a fin de hacer una visita y para ver si me gustaba. También me comunicó que mi pensión sería... - en realidad, era muy generosa -. Luego sacó de un cajón, para entregármelas, algunas tarjetas de ciertos industriales con quienes debería tratar lo referente a mis trajes y otras cosas que pudiera necesitar razonablemente.

- Observará usted que tiene crédito, señor Pip - dijo mi tutor, cuyo frasco de jerez olía como si fuese una pipa llena, cuando, con la mayor prisa, se bebió unos tragos -, pero de esta manera podré comprobar sus gastos y advertirle en caso de que se exceda. Desde luego, cometerá usted alguna falta, pero en eso no tengo culpa alguna.

Después que hube reflexionado unos instantes acerca de estas palabras poco alentadoras, pregunté al señor Jaggers si podría mandar en busca de un coche. Me contestó que no valía la pena, pues la posada estaba muy cerca, y que, si no tenía inconveniente, Wemmick me acompañaría.

Entonces averigüé que Wemmick era el empleado que estaba en la vecina habitación. Otro bajó desde el piso superior para ocupar su sitio mientras estuviese ausente, y yo salí con Wemmick a la calle después de estrechar la mano de mi tutor. Encontramos a muchas personas que aguardaban ante la casa, pero Wemmick se abrió paso entre ellas advirtiéndoles fría y resueltamente:

- Les digo que es inútil; no querrá hablar ni una sola palabra con ninguno de ustedes.

Así nos libramos de ellos y echamos a andar uno al lado de otro.