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La Obra maestra desconocida.  Honorato de Balzac
Capítulo 2. CATHERINE LESCAULT
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Tres meses después del encuentro de Poussin con Porbus, éste fue a visitar al maestro Frenhofer. El anciano, en ese momento, era víctima de una de esas depresiones profundas y espontáneas cuya causa se encuentra, de creer a los matemáticos de la medicina, en una mala digestión, en el viento, en el calor o en cualquier empacho de los hipocondrios y, según los espiritualistas, en la imperfección de nuestra naturaleza moral. El pobre hombre, pura y simplemente, se había agotado perfeccionando su misterioso cuadro. Estaba lánguidamente sentado en un amplio sillón de roble esculpido y guarnecido con cuero negro; sin abandonar su actitud melancólica, miró a Porbus desde el fondo de su hastío.

-¿Qué ocurre, maestro? -le dijo Porbus , el color ultramar que fue a buscar a Brujas, ¿era malo? ¿No puede desleir su nuevo blanco? ¿Se ha alterado su aceite o se le resisten los pinceles?

-¡Ay de mí! -exclamó el anciano-; por un momento he creído que mi obra estaba terminada; pero ciertamente me he equivocado en algunos detalles y no estaré tranquilo hasta que haya esclarecido mis dudas. He decidido viajar a Turquía, a Grecia y a Asia para buscar allí una modelo y comparar mi cuadro con diferentes naturalezas. Tal vez tenga allí arriba -continuó, dejando escapar una sonrisa de satisfacción- la naturaleza misma. A veces casi temo que un soplo despierte a esa mujer y que se me vaya.

Después se levantó, de repente, como para irse.

¡Oh, oh! -respondió Porbus-, llego a tiempo para evitarle el gasto y las fatigas del viaje.

-¿Cómo? -preguntó Frenhofer asombrado.

-El joven Poussin es amado por una mujer cuya incomparable belleza carece de imperfección alguna. Pero, mi querido maestro, si él consiente en prestársela, al menos tendría usted que permitirnos ver su pintura.

El anciano permaneció de pie, inmóvil, en un estado de absoluta consternación.

-¡Cómo! -exclamó al fin, dolorido-. ¿Enseñar mi criatura, mi esposa? ¿Rasgar el velo bajo el que castamente he cubierto mi felicidad? ¡Eso sería una abominable prostitución! Hace ya diez años que vivo con esa mujer; es mía, sólo mía, ella me ama. ¿Acaso no me ha sonreído a cada pincelada que le he dado? Tiene un alma, el alma que yo le he dado. Se ruborizaría si una mirada distinta a la mía se posara en ella. ¡Enseñarla! ¿Qué marido, qué amante sería tan vil como para llevar a su mujer a la deshonra? Cuando haces un cuadro para la corte, no pones toda tu alma en él; ¡no vendes a los cortesanos más que maniquís coloreados! Mi pintura no es una pintura; ¡es un sentimiento, una pasión! Nacida en mi taller, ha de permanecer virgen en él y sólo puede salir de allí vestida. ¡La poesía y las mujeres no se entregan, desnudas, sino a sus amantes! ¿Poseemos acaso la modelo de Rafael, la Angélica de Ariosto, la Beatriz de Dante? ¡No! Sólo vemos sus Formas. Pues bien, la obra que guardo arriba, bajo cerrojos, es una excepción en nuestro arte. No es un cuadro, ¡es una mujer!, una mujer con la que lloro, río, charlo y pienso. ¿Pretendes que, de repente, abandone una felicidad de diez años como se tira un abrigo? ¿Que, de golpe, deje de ser padre, amante y Dios? Esa mujer no es una criatura, es una creación. Que venga tu joven amigo y le daré mis tesoros, le daré cuadros de Correggio, de Miguel Ángel, de Tiziano, besaré la huella de sus pasos en el polvo, pero ¿convertirlo en mi rival? ¡Qué vergüenza! ¡Ay! soy aún más amante que pintor. Sí, tendré fuerzas para quemar mi Belle Noiseuse cuando esté a punto de exhalar mi último aliento, pero ¿hacerle soportar la mirada de un hombre, de un joven, de un pintor? ¡No, no! ¡Mataría al día siguiente a quien la hubiera mancillado con una mirada! ¡Te mataría al momento, a ti, mi amigo, si no la saludaras de rodillas! ¿Pretendes ahora que someta mi ídolo a las frías miradas y a las estúpidas críticas de los imbéciles? ¡Aj! El amor es un misterio, sólo puede vivir en el fondo de los corazones y todo está perdido cuando un hombre dice, siquiera sea a su amigo:

-¡He aquí aquélla a la que amo!

El anciano parecía haber rejuvenecido; sus ojos tenían brillo y vida, sus pálidas mejillas habían adquirido un matiz de un rojo encendido, y sus manos temblaban. Porbus, asombrado por la violencia apasionada con que estas palabras fueron dichas, no sabía qué responder ante un sentimiento tan nuevo como profundo. ¿Frenhofer estaba cuerdo o loco? ¿Estaba dominado por una fantasía de artista, o acaso las ideas que había expresado procedían de ese fanatismo inefable producido en nosotros por el largo alumbramiento de una gran obra? ¿Existía alguna esperanza de poder convivir con esa extraña pasión?

Dominado por todos estos pensamientos, Porbus dijo al anciano:

-¿Pero no se trata de mujer por mujer?; ¿no entrega Poussin su amante a las miradas de usted?

-¿Qué amante? -respondió Frenhofer-. Ella lo traicionará tarde o temprano. ¡La mía siempre me será fiel!

-¡Está bien! -continuó Porbus-, no se diga más. Pero antes de que usted encuentre, siquiera en Asia, una mujer tan bella, tan perfecta como aquélla de la que habló, usted quizás habrá muerto sin haber acabado su cuadro.

-¡Oh!, ya está acabado -dijo Frenhofer-. Quien lo viese creería llegar a percibir una mujer echada sobre un lecho de terciopelo, bajo unos cortinajes. Cerca de ella un trébedes de oro exhala perfumes. Estarías tentado de coger la borla de los cordones que retienen las cortinas, y te parecería ver el seno de Catherine Lescault, una bella cortesana llamada la Belle Noiseuse, traducir el movimiento de su respiración. No obstante, querría estar seguro...

-Ve, pues, a Asia -respondió Porbus al percibir una cierta vacilación en la mirada de Frenhofer.

Y Porbus dio algunos pasos hacia la puerta de la estancia.

En ese momento, Gillette y Nicolás Poussin habían llegado a la morada de Frenhofer. Cuando la muchacha estaba a punto de entrar, soltó el brazo del pintor y retrocedió como si hubiera sido presa de algún súbito presentimiento.

-¿Pero qué hago yo aquí? -preguntó a su amante con una voz profunda y mirándolo fijamente.

-Gillette, estoy en tus manos y quiero complacerte en todo. Eres mi conciencia y mi gloria. Vuelve a casa, sería más feliz, tal vez, que si tú...

-¿Soy dueña de mí misma cuando me hablas así? ¡Oh, no!, no soy más que una niña. Vamos, -añadió, pareciendo hacer un tremendo esfuerzo-; si nuestro amor muere y si sufro en mi corazón una permanente pena, ¿no será tu celebridad el precio de mi obediencia a tus deseos? Entremos, eso supondrá vivir, aunque no sea sino como un recuerdo, para siempre, en tu paleta.

Al abrir la puerta de la casa, los amantes se encontraron con Porbus, quien, sorprendido por la belleza de Gillette cuyos ojos estaban, en ese momento, llenos de lágrimas, la asió, toda temblorosa, y la llevó ante el anciano:

-Mírela -dijo-, ¿no vale todas las obras maestras del mundo?

Frenhofer se estremeció. Gillette estaba allí en la actitud candorosa y sencilla de una joven georgiana inocente y atemorizada, raptada y ofrecida por unos bandidos a un traficante de esclavos cualquiera. Un púdico rubor coloreaba su rostro, bajaba los ojos, sus manos colgaban a ambos lados, sus fuerzas parecían abandonarla y las lágrimas protestaban contra la violencia hecha a su pudor. En ese momento Poussin, lamentando haber sacado aquel bello tesoro de su buhardilla, se maldijo a sí mismo. Se tornó más amante que artista y mil escrúpulos le torturaron el corazón al ver la mirada rejuvenecida del anciano, quien, con hábito de pintor, desnudó, por decirlo de alguna manera, a esta muchacha, adivinando sus más secretas formas. Entonces recayó en los feroces celos del verdadero amor.

-¡Gillette, vámonos! -gritó.

Ante esa intensidad, ante ese grito, su amante, alborozada, levantó la mirada hacia él, lo vio y corrió a sus brazos.

-¡Ah!, me amas, pues -respondió ella, deshaciéndose en lágrimas.

Tras haber tenido la entereza necesaria para callar su sufrimiento, le faltaban fuerzas para ocultar su felicidad.

-¡Oh!, déjemela por un momento -dijo el viejo pintor-, y podrá compararla con mi Catherine. Sí, acepto el reto.

Aún había pasión en la exclamación de Frenhofer. Parecía galantear con su ficción de mujer y gozar, por adelantado, del triunfo que la belleza de su virgen iba a obtener frente a la de una joven verdadera.

-No le permita desdecirse -exclamó Porbus dando una palmada en el hombro de Poussin-. Los frutos del amor son efímeros; los del arte son inmortales.

-Para él -respondió Gillette mirando atentamente a Poussin y a Porbus-, ¿no soy, pues, más que una mujer?

Levantó la cabeza con orgullo; pero cuando, tras haber lanzado una mirada fulgurante a Frenhofer, vio a su amante entregado, nuevamente, a la contemplación del retrato que poco antes había tomado por un Giorgione, dijo:

-¡Ah, subamos! A mí nunca me ha mirado así.

-Viejo -dijo Poussin, sacado de su meditación por la voz de Gillette-, ¿ves esta espada? La hundiré en tu corazón a la primera palabra de queja que pronuncie esta muchacha; incendiaré tu casa y nadie se salvará. ¿Entiendes?

Nicolás Poussin tenía un aspecto sombrío y su parlamento fue terrible. Esta actitud y, sobre todo, el gesto del joven pintor, consolaron a Gillette, quien casi le perdonó que la sacrificara por la pintura y por su glorioso porvenir. Porbus y Poussin permanecieron a la puerta del taller, mirándose el uno al otro en silencio. Si bien, al principio, el pintor de la María Egipcíaca se permitió algunas exclamaciones: -¡Ah! ella se está desnudando, ¡él le pide que salga a la luz! ¡La está comparando!-, en seguida calló al ver el aspecto de Poussin, cuyo semblante estaba profundamente afligido, y, si bien los viejos pintores ya no tienen esos escrúpulos, tan insignificantes ante el arte, los admiró por lo ingenuos y hermosos que eran. El joven tenía su mano sobre la empuñadura de su daga y la oreja casi pegada a la puerta. Ambos, en la penumbra y de pie, parecían, de tal guisa, dos conspiradores en espera del momento oportuno para atentar contra un tirano.

-Pasen, pasen -les dijo el anciano radiante de dicha-. Mi obra es perfecta y ahora puedo mostrarla con orgullo.

Jamás pintor, pinceles, colores, lienzo ni luz lograrán crear una rival de Catherine Lescault, la bella cortesana.

Movidos por una viva curiosidad, Porbus y Poussin se precipitaron hasta el centro de un amplio taller cubierto de polvo, donde todo estaba en desorden y en el que vieron, aquí y allá, cuadros colgados de las paredes. Se detuvieron, en primer lugar, ante una figura de tamaño natural, semidesnuda, ante la que quedaron llenos de admiración.

¡Oh!, dejen eso -dijo Frenhofer-, es una tela que he emborronado para estudiar una postura; ese cuadro no vale nada. He aquí mis errores -prosiguió, mostrándoles espléndidas composiciones suspendidas de las paredes de alrededor.

Ante estas palabras, Porbus y Poussin, estupefactos ante su desdén por tales obras, buscaron el retrato anunciado, sin conseguir descubrirlo.

-Pues bien, ¡aquí está! -les dijo el anciano, con los cabellos desordenados, con el rostro inflamado por una exaltación sobrenatural, con los ojos centelleantes y jadeando como un joven embriagado de amor-. ¡Ah, ah! - exclamó-, ¡no esperaban tanta perfección! Están ante una mujer y buscan un cuadro. Hay tanta profundidad en este lienzo, su atmósfera es tan real, que no llegan a distinguirlo del aire que nos rodea. ¿Dónde está el arte?

¡Perdido, desaparecido! He aquí las formas mismas de una joven. ¿No he captado bien el color, la viveza de la línea que parece delimitar el cuerpo? ¿No es el mismo fenómeno que nos ofrecen los objetos que se encuentran inmersos en la atmósfera como los peces en el agua? ¿Aprecian cómo los contornos se destacan sobre el fondo?

¿No les parece que podrían pasar la mano por esa espalda? Y es que durante siete años he estudiado los efectos del encuentro de la luz con los objetos. Y estos cabellos, ¿no están inundados por la luz?... ¡Creo que ha respirado!... ¿Ven este seno? ¡Ah! ¿quién no querría adorarla de rodillas? Sus carnes palpitan. Está a punto de levantarse, fíjense.

~¿Ve usted algo? -preguntó Poussin a Porbus.

-No. ¿Y usted?

-Nada.

Los dos pintores dejaron al anciano en su éxtasis y comprobaron si la luz, al caer vertical sobre la tela que les mostraba, neutralizaba todos los efectos. Examinaron, entonces, la pintura, colocándose a la derecha, a la izquierda, de frente, agachándose y levantándose alternativamente.

-Sí, sí, es una pintura -les decía Frenhofer, equivocándose sobre la finalidad de este examen escrupuloso-. Miren, aquí está el bastidor y esto es el caballete; en fin, aquí están mis colores y mis pinceles.

Y tomó una brocha que les mostró con un gesto pueril.

-El viejo lansquenete se burla de nosotros -dijo Poussin volviendo ante el pretendido cuadro-. Aquí no veo más que colores confusamente amontonados y contenidos por una multitud de extrañas líneas que forman un muro de pintura.

-Estamos en un error, ¡mire!... -continuó Porbus.

Al acercarse percibieron, en una esquina del lienzo, el extremo de un pie desnudo que salía de ese caos de colores, de tonalidades, de matices indecisos, de aquella especie de bruma sin forma; un pie delicioso, ¡un pie vivo!

Quedaron petrificados de admiración ante ese fragmento librado de una increíble, de una lenta y progresiva destrucción. Aquel pie aparecía allí como el torso de alguna Venus de mármol de Paros que surgiera entre los escombros de una ciudad incendiada.

-¡Hay una mujer ahí debajo! -exclamó Porbus señalando a Poussin las capas de colores que el viejo pintor había superpuesto sucesivamente, creyendo perfeccionar su obra.

Los dos pintores se volvieron espontáneamente hacia Frenhofer, empezando a comprender, aunque vagamente, el éxtasis en que vivía.

-Lo ha hecho de buena fe -dijo Porbus.

-Sí, amigo mío -respondió el anciano, desvelándose-; hace falta la fe, fe en el arte, y vivir durante mucho tiempo con la propia obra, para poder realizar semejante creación. Algunas de estas sombras me han costado mucho trabajo. Miren, allí hay, en su mejilla, bajo los ojos, una ligera penumbra que, si la observan al natural, les parecerá casi intraducible. Pues bien, ¿creen que no me ha costado esfuerzos inauditos reproducirla? Además, mi querido Porbus, si observas atentamente mi trabajo, comprenderás mejor lo que te decía sobre la manera de tratar el modelado y los contornos. Mira la luz del seno y observa cómo, con una serie de toques y de realces muy empastados, he conseguido atrapar la verdadera luz y combinarla con la blancura fulgente de los tonos iluminados; y cómo, mediante un trabajo inverso, eliminando los resaltes y el grano del empaste, he podido, a fuerza de acariciar el contorno de mi figura, atenuado con medios tonos, suprimir hasta la idea de dibujo y de medios artificiales y darle la apariencia y la redondez misma de la naturaleza. Acérquense; verán mejor el trabajo.

De lejos, desaparece. ¿Se dan cuenta? Aquí creo que es muy visible.

Y, con el extremo de su brocha, señalaba a los dos pintores un empaste de color claro.

Porbus dio una palmada en el hombro del anciano y volviéndose hacia Poussin dijo a éste:

-¿Sabe usted que vemos en él a un pintor muy importante?

-Es aún más poeta que pintor -respondió Poussin con gravedad.

-Aquí -continuó Porbus tocando la tela-, acaba nuestro arte en la tierra.

-Y, desde aquí, sube a perderse en los cielos -dijo Poussin.

-¡Cuántos placeres en este trozo de lienzo! -exclamó Porbus.

El anciano, absorto, no los escuchaba y sonreía a esa mujer imaginaria.

-Pero, tarde o temprano, ¡se dará cuenta de que no hay nada en su lienzo! -exclamó Poussin.

-Nada en mi lienzo -dijo Frenhofer mirando alternativamente a ambos pintores y a su supuesto cuadro.

-¡Qué ha hecho usted! -le dijo Porbus a Poussin.

El anciano agarró con fuerza el brazo del joven y le dijo:

-¡No ves nada, patán!, ¡bandido!, ¡villano!, ¡afeminado! Entonces, ¿por qué has subido aquí? Mi buen Porbus - continuó, volviéndose hacia el pintor-, ¿también usted se está burlando de mí? ¡Conteste! Soy su amigo, dígame, ¿he echado a perder, pues, mi cuadro?

Porbus, indeciso, no osó decir nada, pero la angustia que se dibujaba en el pálido rostro del anciano era tan atroz, que señaló la tela diciéndole:

-¡Mire!

Frenhofer contempló su cuadro durante un instante y vaciló.

-¡Nada, nada! ¡Y haber trabajado durante diez años!

Se sentó y lloró.

-¡Así que soy un imbécil, un loco! ¡No tengo, pues, ni talento, ni capacidad; no soy más que un hombre rico que cuando camina, no hace sino caminar! De modo que no he producido nada.

Contempló su lienzo a través de sus lágrimas, se irguió de repente con orgullo, y lanzó a los dos pintores una mirada centelleante.

-¡Por la sangre, por el cuerpo, por la cabeza de Cristo, son unos envidiosos que pretenden hacerme creer que está malograda para robármela! ¡Yo, yo la veo! -gritó-; es maravillosamente bella.

En ese momento, Poussin oyó el llanto de Gillette, olvidada en un rincón.

-¿Qué te ocurre, ángel mío? -le preguntó el pintor, súbitamente enamorado de nuevo.

-¡Mátame! -dijo ella-. Sería una infame si te amase todavía, porque te desprecio. Te admiro y me causas horror.

Te amo y creo que ya te odio.

Mientras Poussin escuchaba a Gillette, Frenhofer cubría a su Catherine con una sarga verde, con la seria tranquilidad de un joyero que cierra sus cajones creyéndose en compañía de diestros ladrones. Lanzó a ambos pintores una mirada profundamente llena de desprecio y de suspicacia, y los despachó en silencio de su taller, con una celeridad convulsiva. Luego les dijo, desde el umbral de su casa:

-Adiós, mis jóvenes amigos.

Este adiós heló a los dos pintores. Al día siguiente, Porbus, preocupado, volvió a visitar a Frenhofer, y supo que había muerto durante la noche, después de haber quemado sus cuadros.

FIN

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