Read synchronized with  English 
Ulises.  James Joyce
Capítulo 2. «Néstor»
< Prev. Chapter  |  Next Chapter >
Font: 

–Usted, Cochrane ¿qué ciudad mandó a buscarlo?

–Tarento, señor.

–Muy bien. ¿Y qué? –Hubo una batalla, señor.

–Muy bien. ¿Dónde?

La cara en blanco del chico preguntó a la ventana en blanco.

Fabulada por las hijas de la memoria. Y, sin embargo, fue de alguna manera, si no tal como la memoria lo fabulara. Una frase, pues, de impaciencia, ruido sordo de alas de exuberancia de Blake. Oigo la devastación del espacio, cristal destrozado y desplome de mampostería, y el tiempo una lívida flama final. ¿Qué nos queda entonces?

–He olvidado el lugar, señor. En el año 279 a. de C. Áscoli, dijo Stephen, echando una ojeada al nombre y la fecha en el libro desvencijado.

–Sí, señor. Y dijo: Otra victoria como ésay estamos perdidos.

Esa frase el mundo la había recordado. Obtusa seguridad de conciencia. Desde una colina que domina una explanada sembrada de cadáveres un general arenga a sus oficiales, apoyado en su lanza. Cualquier general a cualquier grupo de oficiales. Ellos le prestan atención.

–Usted, Armstrong, dijo Stephen. ¿Cómo terminó Pirro?

–¿Cómo terminó Pirro, señor?

–Yo lo sé, señor. Pregúnteme a mí, señor, dijo Comyn.

–Espere. Usted, Armstrong. ¿Sabe algo sobre Pirro?

Un cartucho de panecillos de higos se encontraba bien guardado en la cartera de Armstrong. Los enrollaba entre las palmas a ratos y los tragaba suavemente. Migajas pegadas en el rojo de sus labios. Aliento dulzón de niño. Gente bien, orgullosa de tener al hijo mayor en la marina. Vico Road, Dalkey.

––¿Pirro, señor? Pirro, pirrarse.

Todos rieron. Risotada triste maliciosa. Armstrong miró a su alrededor a los compañeros, júbilo tonto de perfil. Dentro de un momento volverán a reír más fuerte, sabiendo mi falta de autoridad y las mensualidades que pagan sus papás.

–Dígame, dijo Stephen, dándole al niño en el hombro con el libro ¿qué es eso de pirrarse?

–Pirrarse, señor, dijo Armstrong. Gustarte algo mucho. Me pirro por el espigón de Kingstown, señor.

Algunos rieron otra vez; tristemente, pero con intención. Dos de la última banca cuchicheaban. Sí. Sabían: ni habían aprendido ni jamás habían sido inocentes. Todos. Con envidia observó las caras: Edith, Ethel, Gerty, Lily. Sus parecidos: sus alientos, también, dulzones por el té y la mermelada, sus pulseras riendo disimuladamente en el forcejeo.

–El espigón de Kingstown, dijo Stephen. Sí, un puente frustrado.

Las palabras turbaron sus miradas.

–¿Cómo, señor? preguntó Comyn. Los puentes están sobre los ríos.

Para el libro de dichos de Haines. Nadie aquí para oírlo. Esta noche diestramente en la algarabía de copas y voces, horadar la pulida malla de su mente. ¿Y entonces qué? Un bufón en la corte de su amo, mimado y despreciado, ganándose la alabanza de un amo clemente. ¿Por qué habían elegido todos ese papel? No era precisamente por la caricia suave. También para ellos la historia era un cuento como cualquier otro oído demasiado a menudo, su tierra una casa de empeños.

De no haber caído Pirro a manos de una buscona en Argos o no haber sido julio César apuñalado de muerte. No deben desterrarse del pensamiento. El tiempo los ha marcado y encadenados se alojan en la habitación de las posibilidades infinitas que ellos han desplazado. Pero ¿son posibles aquéllas sabiendo que nunca existieron? ¿O fue sólo posible aquello que llegó a ocurrir? Teje, tejedor del viento.

–Cuéntenos un cuento, señor.

–¡Sí, sí, señor! Un cuento de fantasmas.

–¿Por dónde nos quedamos aquí? preguntó Stephen abriendo otro libro.

–No lloréis más, dijo Comyn.

–Continúe pues, Talbot.

–¿Y el cuento, señor?

–Después, dijo Stephen. Continúe, Talbot.

Un chico moreno abrió un libro y lo reclinó resueltamente contra la solapa de la cartera. Recitó ristras de versos echando ojeadas furtivas al texto:

–No lloréis más, tristes pastores, no lloréis más

pues Licas, vuestro pesar, no está muerto,

aunque hundido esté bajo la piel de las ondas… .

Debe ser un movimiento pues, una actualización de lo posible como posible. La frase de Aristóteles tomó forma en los versos chachareados y salió flotando adentrándose en el silencio aplicado de la biblioteca de Santa Genoveva donde había leído, cobijado contra el pecado de Pans, noche tras noche. A su lado, un delicado siamés memorizaba un manual de estrategia. Cerebros alimentados y alimentándose a mi alrededor: bajo lámparas incandescentes, empalados, con débiles tentáculos tentativos: y en la oscuridad de mi mente, indolencia del inframundo, recelosa, miedosa de la luz, mudando los pliegues escamosos de dragón. Pensar es el pensar del pensar. Luz sosegada. El alma es de alguna manera todo lo que es: el alma es la forma de las formas. Sosiego repentino, vasto, candente: forma de las formas.

Talbot repitió:

–Por el poder amado de Aquel que caminó sobre las olas,

por el poder amado… ..

–Pase la página, dijo Stephen quedamente. No veo nada. –¿Cómo, señor? preguntó Talbot simplemente, inclinandose hacia delante.

Su mano pasó la página. Se echó hacia atrás y continuó, habiendo recordado de pronto. De aquel que caminó sobre las olas. Aquí también en estos corazones miserables se posa su sombra y en el corazón y los labios del burlón y en los míos. Se posa en las caras ansiosas de quienes le ofrecieron una moneda de tributo. A César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. Una mirada larga de ojos oscuros, una frase indescifrable para tejer y entretejer en los telares de la iglesia. Sí.

Acertijo, acertijo, intenta acertar.

Mi padre me dio semillas para sembrar.

Talbot deslizó el libro cerrado dentro de la cartera.

–¿Eso es todo? preguntó Stephen.

–Sí, señor. Hockey a las diez, señor.

–Media jornada, señor. Jueves.

–¿Quién puede adivinar este acertijo? preguntó Stephen.

Guardaron los libros, los lápices zurriando, las páginas crujiendo. Apelotonándose unos con otros, cincharon las correas y abrocharon las hebillas de las carteras, chachareando todos alegremente:

–¿Un acertijo, señor? Pregúnteme a mí, señor.

–A mí, señor.

–Uno dificil, señor.

–Ahí va el acertijo, dijo Stephen:

El gallo ha cantado,

el cielo cobalto:

campanas en las alturas

dan las diezy una.

Hora es que esta pobre alma

ascienda a las alturas.

–¿Qué es?

–¿Qué, señor?

–Otra vez, señor. No lo hemos oído.

Los ojos se les agrandaban según los versos se repetían. Después de un silencio dijo Cochrane:

–¿Qué es, señor? Nos damos por vencidos.

Stephen, picándole la garganta, contestó:

–El zorro enterrando a su abuela bajo un acebo.

Se levantó y soltó una carcajada nerviosa a la cual le hicieron eco las voces descorazonadas de los niños.

Un palo pegó en la puerta y en el corredor una voz llamaba:

–¡Hockey!

Se produjo una desbandada, ladeándose para salir de entre las bancas, saltándolas. Apresuradamente desaparecieron y del trastero llegó el traqueteo de los palos y el ruido confuso de botas y voces.

Sargent, el único que se había rezagado, se acercó lentamente mostrando un cuaderno abierto. El cabello recio y el cuello canijo evidenciaban su endeblez y a través de sus gafas empañadas unos ojos inseguros miraban suplicantes. En la mejilla, pálida y exangüe, había una tenue mancha de tinta, dactilada, reciente y lienta como la estela del caracol.

Alargó el cuademo. La palabra Aritmética estaba escrita en la cabecera. Debajo había cifras tambaleantes y al pie una firma torcida con círculos floreados y un borrón. Cyril Sargent: su nombre y rúbrica.

–Mr. Deasy me dijo que los volviera a hacer de nuevo, dijo, y que se los enseñara a usted, señor.

Stephen tocó los bordes del libro. Futilidad.

–¿Sabe cómo se hacen ahora? preguntó.

–Del once al quince, contestó Sargent. Mr. Deasy dijo que los debía copiar de la pizarra, señor.

–¿Los sabe usted hacer solo? preguntó Stephen.

–No, señor.

Feo y fútil: cuello delgado y cabello recio y una mancha de tinta, la estela del caracol. Y sin embargo alguien lo había amado, llevado en brazos y en el corazón. De no haber sido por ella, la raza humana lo hubiera pisoteado, como caracol aplastado sin cascarón. Ella había amado su débil sangre acuosa drenada de la suya. ¿Era eso entonces lo real? ¿Lo único verdadero en la vida? El cuerpo postrado de su madre que el ardiente Colombo con santo fervor montó. Ya no existía: el trémulo esqueleto de una ramilla quemado en el fuego, un olor a palo de rosa y a cenizas mojadas. Ella lo había salvado de ser pisoteado y se había ido, sin apenas haber existido. Una pobre alma que ascendió a las alturas: y en un brezal bajo estrellas parpadeantes un zorro, fetidez roja de rapiña en su piel, con brillantes ojos despiadados, escarba en la tierra, escucha, escarba la tierra, escucha, escarba y escarba.

Sentado a su lado, Stephen resolvía el problema. Demuestra por álgebra que el espectro de Shakespeare es el abuelo de Hamlet. Sargent miraba de reojo a través de sus gafas caídas. Los palos de hockey traqueteaban en el trastero: el golpe hueco de una pelota y voces en el campo.

Por la página los símbolos se movían en una sombría danza moruna, en el retorcimiento de sus letras, llevando gorras estrambóticas de cuadrados y cubos. Daos las manos, cruzaos, saludad a la pareja: así: trasgos de fantasía de los moros. Se han ido también del mundo, Averroes y Moisés Maimonides, hombres oscuros de semblante y ademanes, difundiendo desde sus espejos burlones el alma turbia del mundo, oscuridad brillando en la claridad que la claridad no podía comprender.

–¿Lo entiende ahora? ¿Puede hacer el segundo usted solo?

–Sí, señor.

Con grandes y agitados trazos Sargent copió los datos. A la espera siempre de una palabra de ayuda su mano trasladaba fielmente los símbolos vacilantes, un leve tinte de vergüenza tremolando tras la pálida piel. Amor matris: genitivo subjetivo y objetivo. Con su sangre débil y leche seroagria le había alimentado y escondido de la vista de otros sus pañales.

Como él era yo, los hombros caídos, sin atractivo. Mi niñez se inclina a mi lado. Demasiado lejana para poder encontrarla ni una vez ni ligeramente. La mía lejana y la suya enigmática como nuestros ojos. Enigmas, silenciosos, pétreos se aposentan en los oscuros palacios de nuestros dos corazones: enigmas hastiados de su tiranía: tiranos, dispuestos a ser destronados.

La operación aritmética estaba hecha.

–Es muy simple, dijo Stephen mientras se levantaba.

–Sí, señor. Gracias, contestó Sargent.

Secó la página con una fina hoja de papel secante y llevó el cuaderno de vuelta a su banca.

–Será mejor que coja el palo y salga con los demás, dijo Stephen mientras seguía hacia la puerta a la figura sin atractivo del niño.

–Sí, señor.

En el corredor se oyó su nombre, que lo llamaban desde la cancha.

–¡Sargent!

–Corra, dijo Stephen. Mr. Deasy le llama.

De pie en el soportal contempló al rezagado que aligeraba hacia el reducido campo donde voces agudas se enfrentaban. Los dividieron en equipos y Mr. Deasy se vino pisando matas de hierba con pies abotinados. Cuando hubo llegado al edificio del colegio de nuevo voces en altercado le llamaron. Volvió el enfadado bigote blanco.

–¿Qué pasa ahora? exclamaba incesantemente sin escuchar.

–Cochrane y Halliday están en el mismo lado, señor, dijo Stephen.

–Podría esperar en mi despacho un momento, dijo Mr. Deasy, hasta que ponga orden aquí.

Y según volvía melindrosamente a cruzar el campo su voz de viejo exclamó severamente:

–¿Qué sucede? ¿Qué pasa ahora?

Las voces agudas gritaban a su alrededor por todos lados: sus figuras vanadas se apretujaron en torno a él, el sol deslumbrante blanqueándole la miel de la cabeza mal teñida.

Un aire rancio de humo flotaba en el despacho junto con el olor de cuero usado y rozado de las sillas. Como en el primer día que regateó conmigo aquí. Como era en un principio, ahora. Sobre el aparador la bandeja de monedas Estuardo, tesoro vil de un tremedal: y siempre lo será. Y bien guardados en el cubertero de velludillo púrpura, descolorido, los doce apóstoles habiendo predicado a todos los gentiles: por los siglos de los siglos.

Pasos precipitados en el soportal de piedra y en el corredor. Resoplándose el ralo bigote Mr. Deasy se detuvo junto a la mesa.

–Primero, nuestro arreglito financiero, dijo.

Sacó de la americana una cartera sujeta con una correa de cuero. Se abrió bien abierta y sacó dos billetes, uno pegado por la mitad, y los colocó cuidadosamente en la mesa.

–Dos, dijo, amarrando y guardando de nuevo la cartera. Y ahora la caja fuerte para el oro. La mano azarada de Stephen se movió por las conchas apiladas en el frío mortero de piedra: buccinos y cauns y conchas leopardo: y ésta, en espiral como el turbante de un emir, y ésta, la venera de Santiago. Riqueza acaparada por un viejo peregrino, tesoro muerto, conchas vacías.

Un soberano cayó, nuevo y brillante, en la suave pelusa del tapete.

–Tres, dijo Mr. Deasy, dándole vueltas a su portamonedas en la mano. Esto siempre es práctico. ¿Ve usted? Esto es para los soberanos. Esto para los chelines. Los seis peniques, las medias coronas. Y aquí las coronas. ¿Ve?

Sacó de la misma dos coronas y dos chelines.

–Tres y doce, dijo. Comprobará que está exacta.

–Gracias, señor, dijo Stephen, recogiendo el dinero con tímida prisa y metiéndolo todo en un bolsillo del pantalón.

–Nada de gracias, dijo Mr. Deasy. Usted se lo ha ganado.

La mano de Stephen, de nuevo libre, volvió a las conchas vacías. Símbolos también de belleza y poder. Un fajo en mi bolsillo: símbolos ensuciados por la codicia y la miseria.

–No lo lleve así, dijo Mr. Deasy. Se lo sacará en algún lugar y lo perderá. Cómprese uno de estos aparatos. Lo encontrará muy práctico.

Contesta algo.

–El mío estaría a menudo vacío, dijo Stephen.

La misma habitación y hora, la misma sabiduría: y yo el mismo. Tres veces con ésta. Tres lazos que me atan aquí. ¿Y qué? Podría romperlos en este instante si quisiera.

–Porque no ahorra, dijo Mr. Deasy, señalando con el dedo. Usted no sabe aún lo que es el dinero. Dinero es poder. Cuando haya vivido tanto tiempo como yo. Lo sé, lo sé. Si al menos la juventud lo supiera. Pero ¿qué dice Shakespeare? Echa dinero en tu bolsa.

–lago, murmuró Stephen.

Levantó los ojos de las inertes conchas a la mirada atenta del viejo.

–Él entendía de dinero, dijo Mr. Deasy. Hizo dinero. Un poeta, sí, pero inglés también. ¿Sabe cuál es el orgullo de los ingleses? ¿Sabe cuál es la palabra más orgullosa que escuchará jamás de la boca de un inglés?

Soberano de los mares. Sus ojos fríos como el mar miraron la bahía vacía: parece ser que la historia tiene la culpa: en mí y en mis palabras, sin odio.

–Que en su imperio, dijo Stephen, nunca se pone el sol.

–¡Bah! exclamó Mr. Deasy. Eso no es inglés. Un celta francés lo dijo.

Tabaleó la caja de caudales con la uña del pulgar.

–Le diré, dijo solemnemente, de lo que alardea con más orgullo. Nadie me ha regalado nada.

Buen hombre, buen hombre.

–Nadie me ha regalado nada. Jamás pedí prestado un chelín en mi vida. ¿Se siente usted así? No debo nada. ¿Así?

Mulligan, nueve libras, tres pares de calcetines, un par de botos, corbatas. Curran, diez guineas. McCann, una guinea. Fred Ryan, dos chelines. Temple, dos almuerzos. Russell, una guinea, Cousins, diez chelines, Bob Reynolds, media guinea, Koehler, tres guineas, Mrs. MacKernan, la comida de cinco semanas. El fajo que tengo no vale para nada.

–Por el momento, no, contestó Stephen.

Mr. Deasy rió muy complacido, mientras colocaba en su sitio el portamonedas.

–Ya sabía que no, dijo gozosamente. Pero algún día debería sentirlo. Somos gente generosa pero también debemos ser justos.

–Me asustan esas palabras tan grandes, dijo Stephen, que nos hacen infelices.

Mr. Deasy clavó severamente la mirada atenta durante unos momentos encima de la repisa de la chimenea en la corpulencia proporcionada de un hombre con falda de tartán: Albert Edward, príncipe de Gales.

–Me considera una antigualla y un viejo conservador, dijo su voz pensativa. He visto tres generaciones desde los tiempos de O'Connell. Recuerdo la hambruna del 46. ¿Sabe usted que las logias de Orange se alzaron para que la unión se revocara veinte años antes de que O'Connell lo hiciera o antes de que los prelados de su creencia lo tacharan de demagogo? Ustedes los fenianos se olvidan de algunas cosas.

Gloriosa, pía e inmortal memoria. La logia de Diamond en Annagh la espléndida engalanada por doquier con cadáveres de papistas. Roncos, enmascarados y armados, el pacto de los colonos. El negro norte y la Biblia azul verdadera. Rebeldes a tierra.

Stephen perfiló un breve gesto.

–Yo tengo sangre rebelde en las venas también, dijo Mr. Deasy. Por parte del huso. Pero desciendo de Sir John Blackwood que votó a favor de la unión. Somos todos irlandeses, todos hijos de reyes.

–¡Ah! dijo Stephen.

–Per vias rectas, dijo Mr. Deasy firmemente, era su lema. Votó a favor y se calzó las botas de montar para cabalgar hasta Dublín desde Ards of Down y hacerlo.

Larilá rilá

El camino rocoso hacia Dublín.

Un tosco caballero a caballo con lustrosas botas de montar. ¡Día metido en agua, Sir John! ¡Día metido en agua, su señoría! … . ¡Día! … . ¡Día! … . Dos botas de montar a paso de portantillo hacia Dublín. Lanlá, rilá. Larilá, nlarí.

–Eso me trae algo a la memoria, dijo Mr. Deasy. Me puede usted hacer un favor, Mr. Dedalus, con algunos de sus amigos literarios. Tengo aquí una carta para la prensa. Sientese un momento. Sólo me queda copiar el final.

Fue al escritorio cerca de la ventana, arrimó la silla dos veces y leyó unas palabras de la hoja que tenía en el carro de la máquina de escribir.

–Siéntese. Perdone, dijo por encima del hombro, los dictados del sentido común. Un momento.

Miró fijamente por debajo de sus espesas cejas el manuscrito junto al codo y, mascullando, comenzó a aporrear las rígidas teclas del teclado lentamente, a veces resoplando cuando hacía girar el carro para borrar algún error.

Stephen se sentó silenciosamente ante la personalidad principesca. Enmarcadas a lo largo de las paredes imágenes de caballos desaparecidos rendían homenaje, sus mansas cabezas en elegante porte: Repulse de Lord Hasting, Shotover del duque de Westminster, Ceylon, prix de Paris, 1866, del duque de Beaufort. Jinetes duendecillos los montaban, atentos a una señal. Vio sus marcas de velocidad, defendiendo los colores reales, y gritó con los gritos de muchedumbres desaparecidas.

–Punto, ordenó Mr. Deasy a las teclas. Pero una pronta conclusión a esta cuestión de suma importancia…

Adonde Cranly me llevó para enriquecer de pronto, a la caza de ganadores entre las vagonetas embarradas, en medio del vocerío de los corredores de apuestas en sus puestos y de las emanaciones de la cantina, por el lodo multicolor. Fair Rebel! Fair Rebel! A la par el favorito: diez a uno el resto. Por entre jugadores de dados y tahúres nos apresurábamos tras los cascos, las gorras y chaquetas rivales, dejando atrás a la mujer de cara amondongada, señora de camicero, que hocicaba sedientamente su gajo de naranja.

Gritos penetrantes resonaron en la cancha de los niños y un silbante silbato.

De nuevo: un tanto. Estoy entre ellos, entre sus cuerpos enzarzados en confuso enfrentamiento, la justa de la vida. ¿Quiere decir el mimadito de mamá zambo y con cara de resaca? Justas. El tiempo golpeado rebota, golpe a golpe. Justas, lodazal y el estruendo de batallas, el gélido vómito de muerte de los masacrados, un alarido de lanzadas espetadas con entrañas ensangrentadas de hombres.

–Vamos a ver, dijo Mr. Deasy, levantándose.

Se acercó a la mesa, prendiendo las hojas con una pinza. Stephen se levantó.

–He reducido el asunto a unas pocas palabras, dijo Mr. Deasy. Se trata de la fiebre aftosa. Échele un vistazo. No puede haber discrepancias sobre el asunto.

Me permite abusar de su valioso espacio. Esa doctrina del laissezfaire que tan a menudo en nuestra historia. Nuestro negocio de ganado. Al modo de toda nuestra vieja industria. Los maniobreros de Liverpool que frustraron el proyecto del puerto de Galway. Conflagración europea. Suministros de grano por las escasas aguas del canal. La imperturbabilidad pluscuamperfecta del ministerio de agricultura. Perdonada una alusión clásica. Casandra. Por una mujer que no era más que una mujer. Concretando el tema.

–No ando con rodeos ¿verdad? preguntó Mr. Deasy mientras Stephen seguía leyendo.

Fiebre aftosa. Conocida como el preparado de Koch. Suero y virus. Porcentaje de caballos inmunizados. Peste bovina. Los caballos del emperador en Mürzsteg, Baja Austria. Veterinarios. Mr. Henry Blackwood Price. Amable ofrecimiento una oportunidad. Los dictados del sentido común. Cuestión de suma importancia. En todos los sentidos de la palabra coger al toro por los cuernos. Dándole las gracias por la hospitalidad de su periódico.

–Quiero que lo publiquen y lo lean, dijo Mr. Deasy. Verá cómo si hay otro brote ponen un embargo al ganado irlandés. Y puede curarse. Se cura. Mi primo, Blackwood Price, me ha escrito que en Austria los médicos de ganado normalmente la tratan y curan. Se han ofrecido a venir aquí. Estoy intentando obtener alguna influencia. Ahora voy a intentar la publicidad. Estoy rodeado de dificultades, de… . intrigas de… maniobras de pasillo…

Levantó el dedo índice y golpeó al aire como los viejos antes de que su voz hablara.

–No olvide lo que le voy a decir, Mr. Dedalus, dijo. Inglaterra está en manos de los judíos. En todos los altos cargos: en las finanzas, en la prensa. Y eso son señales de una nación en decadencia. Dondequiera que se reúnan, se comen la fuerza vital de la nación. Lo he estado viendo venir todos estos años. Tan cierto como que estamos aquí, los mercaderes judíos están ya maquinando su plan de destrucción. La vieja Inglaterra se muere.

Se puso a andar con prontitud, cobrando sus ojos vida azul al atravesar un amplio rayo de sol. Dio media vuelta y volvió de nuevo.

–Se muere, dijo otra vez, si no está muerta ya.

De calle en calle el grito de la ramera

tejerá el sudario de la vieja Inglaterra.

Sus ojos bien abiertos como en trance clavaron la mirada severamente a través del rayo de sol donde se había detenido.

–Un mercader, dijo Stephen, es alguien que compra barato y vende caro, sea judío o gentil ¿no es así?

–Pecaron contra la luz, dijo Mr. Deasy gravemente. Y puede verse la oscuridad en sus ojos. Y es por eso que van errantes por la tierra hasta ahora.

En la escalinata de la Bolsa de París los hombres de piel dorada fijando precios en sus enjoyelados dedos. Cháchara de gansos. En bandada clamorosa, torpes, por el templo, sus cabezas confabuladas bajo desmañados sombreros de copa. No de ellos: esas ropas, esa habla, esos gestos. Sus ojos absortos y lentos desmentían las palabras, los gestos apremiantes e inofensivos, pero sabían de los rencores que se amontonaban a su alrededor y sabían que su celo era inútil. Inútil su paciencia en acaparar y atesorar. El tiempo seguramente lo dispersaría todo. Riquezas acumuladas al lado del camino: saqueado y transferido. Sus ojos sabían de los años errantes y, pacientes, sabían la deshonra de su carne.

–¿Y quién no? dijo Stephen.

–¿Qué quiere decir? preguntó Mr. Deasy.

Dio un paso hacia delante y permaneció de pie al lado de la mesa. La mandibula inferior se abrió de lado con incertidumbre. ¿Es esto sabiduría de viejo? Espera que diga algo.

–La historia, dijo Stephen, es una pesadilla de la que intento despertar.

En la cancha los niños levantaron un griterío. Un silbante silbato: tanto. ¿Y si esa pesadilla te aplastara pesadamente?

–Los caminos del Creador no son nuestros caminos, dijo Mr. Deasy. Toda la historia humana se dirige hacia una gran meta, la manifestación de Dios.

Stephen sacudió el pulgar hacia la ventana, diciendo:

–Eso es Dios.

¡Hurra! ¡Bien! ¡Prrrri!

–¿Cómo? dijo Mr. Deasy.

–Un grito en la calle, dijo Stephen, encogiéndose de hombros.

Mr. Deasy inclinó la vista y se aprisionó durante un rato las aletas de la nariz con los dedos. Al levantar la vista de nuevo las dejó en libertad.

–Soy más feliz que usted, dijo. Hemos cometido muchos errores y muchos pecados. La mujer introdujo el pecado en el mundo. Por una mujer que no era más que una mujer, Helena, la esposa fugada de Menelao, durante diez años los griegos hicieron la guerra a Troya. Una esposa infiel fue la primer á en traer a extraños a nuestras costas, la esposa de MacMurrough y su comblezo, O'Rourke, príncipe de Breffni. Una mujer también hundió a Pamell. Muchos errores, muchos fracasos, pero no el pecado único. Yo soy un luchador ya al final de mis días. Pero lucharé por lo que creo justo hasta el fin.

Pues Ulster luchará
y Ulster razón tendrá.

Stephen levantó las hojas que tenía en la mano.

–Bueno, señor, empezó … ..

–Presiento, dijo Mr. Deasy, que no permanecerá usted aquí mucho tiempo en este trabajo. No nació usted para maestro, creo. Quizá esté equivocado.

–Para alumno más bien, dijo Stephen.

Y aquí ¿qué más puedes aprender?

Mr. Deasy meneó la cabeza.

–¿Quién sabe? dijo. Para aprender hay que ser humilde. Pero la vida es la gran maestra.

Stephen hizo crujir las hojas de nuevo.

–Con respecto a éstas, empezó … ..

–Sí, dijo Mr. Deasy. Ahí hay dos copias. Si puede usted hacer que se publiquen de inmediato.

Telegraph. Insh Homestead.

–Lo intentaré, dijo Stephen, y se lo haré saber mañana. Conozco algo a dos directores.

–Está bien, dijo Mr. Deasy animadamente. Anoche escribí a Mr. Field, Miembro del Parlamento. Hay una reunión de la asociación de tratantes hoy en el Hotel City Arms. Le pedí que sometiera el texto de mi carta a la asamblea. Usted mire a ver si puede meterla en sus dos periódicos. ¿Cuáles son?

–El Evening Telegraph … ..

–Está bien, dijo Mr. Deasy. No hay tiempo que perder. Ahora tengo que contestar esa carta de mi primo.

–Buenos días, señor, dijo Stephen, metiéndose las hojas en el bolsillo. Gracias.

–De nada, dijo Mr. Deasy mientras rebuscaba en los papeles de su escritorio. Me gusta cruzar la espada con usted, a pesar de ser viejo.

–Buenos días, señor, dijo Stephen de nuevo, haciendo una reverencia a la encorvada espalda.

Salió por el soportal descubierto y bajó por el sendero de gravilla bajo los árboles, escuchando el griterío y golpeteo de los palos en la cancha. Los leones acostados sobre las columnas al cruzar la cancela: terrores moznados. Y sin embargo le ayudaré en su lucha. Mulligan me investirá con un nuevo nombre: el bardo valedor de bueyes.

–Mr. Dedalus.

Corre tras de mí. Más cartas no, espero.

–Un momento.

–Sí, señor, dijo Stephen, volviéndose en la cancela.

Mr. Deasy se detuvo, respirando fuerte y tragándose el aliento.

–Sólo quería decirle, dijo. Irlanda, se dice, tiene a honra ser el único país que no persiguió nunca a los judíos. ¿Sabe usted eso? No. ¿Y sabe por qué?

Puso mala cara severamente al aire brillante.

–¿Por qué, señor? preguntó Stephen empezando a sonreír.

–Porque nunca los dejó entrar, dijo Mr. Deasy solemnemente.

Un borbotón de risa le saltó de la garganta arrastrando consigo una resonante cadena de flema. Se volvió apresuradamente tosiendo, riendo, los brazos alzados saludando al aire.

–No los dejó nunca entrar, exclamó de nuevo entre risas, mientras pateaba con pies abotinados por la gravilla del sendero. Por eso.

Sobre sus sabios hombros por el escaqueado de hojas el sol irradiaba lentejuelas, monedas danzarinas.